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El primer día de clase ya demostró ser diferente. No sé si se había preparado ese discurso o le salió del alma, porque nos ganó a todos, al menos a mí. Habló de la felicidad y el motivo de porque nos despertábamos día a día para ir a clase; la verdad que nunca me lo había planteado, únicamente es lo que debía hacer, o eso pensaba.
Era muy joven, más joven que el resto de profesores y mostraba un carisma y pasión que sorprendían de primeras. Dijo que no había dado clases anteriormente, pero sin embargo, demostró seguridad y supo conectar con todos nosotros. En cursos anteriores, nuestra principal tarea en esa asignatura había sido, literalmente, hacer lo que nos apetecía. Por el contrario, en ese sentido se mostraba más exigente y hablaba de exámenes teóricos, exámenes prácticos y otro tipo de pruebas. Eso no me gustó, suficiente teníamos con el resto de asignaturas como para dedicarle más tiempo a otras menos importantes.
Independientemente, pareció abierto, dialogante y flexible e incluso nos dio la oportunidad de subir la nota con lecturas alternativas relacionadas con la materia. Tal vez, podría utilizar el libro que leí el pasado verano sobre el yoga y de esta manera iniciar el curso con ese bonus sobre mi nota final.
Las semanas fueron pasando y vi como ese buen humor que le caracterizaba, por momentos se ocultaba y en gran parte era por la actitud del resto de mis compañeros. Al haber mostrado ese trato tan cercano durante los primeros días, muchos, en lugar de verlo como el nuevo profesor de educación física lo veían como un “colega” y eso dificultaba la dinámica de las clases.
Para el final de curso los problemas se solucionaron. Todos estábamos encantados con él, incluso se apuntó para el viaje de fin de curso con nosotros. Aprendimos mucho y disfrutamos en el proceso. No fue sencillo, nos llevó al límite, pero echando la vista atrás, valió la pena. Ojalá repita y pueda estar el próximo año con nosotros de nuevo.
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