Llovía a cántaros. Hacía demasiado que no lo hacía así. Tanto que incluso la memoria de los más mayores no recordaba hecho igual. Hacía dos días que una borrasca había entrado en el país y estaba dejando estragos por todos los sitios. Ni el Mediterráneo se salvaba.
Pero ella lo estaba disfrutando. Se ajustó la banda a la cabeza para que el pelo no le molestara y se apretó los cordones de las botas para no tropezar.
Quien les iba a decir que tras pasar una pandemia mundial, un apagón, el cambio climático, la crisis del petróleo y la vuelta a lo analógico, lo que les iba a superar totalmente iba a ser La revolución de los niños.
Oh, sí.
Como leéis.
Después de muchas idas y venidas, decretos y leyes con nombres cada vez más absurdos, decidieron plantarse y decidir por ellos mismos.
Nadie lo vio venir. Y nadie ofreció resistencia. Eran niños y niñas, ¿qué podían hacer?
Todavía reía cuando lo recordaba. Los habían subestimado y se la habían devuelto con creces.
Habían comenzado por cosas sencillas, como la conciliación familiar. Exigían, sobre todo los más pequeños, que sus padres estuvieran más tiempo en casa para jugar.
Luego empezaron con pequeños gestos para cuidar el planeta o intentar no llevarlo más a la ruina. Volvieron las salidas al campo, los juegos a la calle, los balones a los parques...
Y, sorprendentemente, todo iba bien.
Pero el cambio más grande fue en educación. Se lo pasaron en grande maquinando.
Decidieron seguir en las escuelas aprendiendo, pero era su educación, por tanto sus normas. Dejaron que los profesores se organizaran a partir de unas indicaciones que habían redactado en consenso.
Pero la novedad llegó para los adultos.
Conforme más mayores se hacían, su niño interior se iba apagando a causa de las responsabilidades del mundo de los adultos. Por tanto, habían decretado que tenían que volver a pasar por la escuela. Pero no para aprender a hacer matemáticas o a leer.
No.
A aprender a volver a ser niños y niñas de nuevo.
Era una etapa obligatoria de dos años. Al cumplir el medio siglo.
Y estaba funcionando.
La visión de los niños y niñas estaba volviendo a los adultos y con ella el aprecio del mundo y de las cosas sencillas. También, la imaginación, las ganas de vivir y de confiar. Y el respeto por el otro.
Los únicos que se habían librado de ello: los docentes.
Los nuevos dirigentes mundiales habían decidido que hicieran un curso de reciclaje, pero que siguieran impartiendo clases porque la mayoría nunca había perdido a su niño interior. Les confiaron la tarea de educar a los adultos.
Y vaya qué tarea.
Es muchas ocasiones eran incluso peor que los propios infantes.
Y allí que iba ella. Después de sacarse la plaza en su ciudad natal, decidió pedir el traslado a los pueblecitos del interior. Necesitaba un descanso y su cuerpo lo requería.
Se alejó de las universidades, del incipiente progreso, de la tecnología que poco a poco, aunque rudimentaria, volvía a funcionar.
En los pueblos se vivía diferente. Y la magia de la educación residía ahí: daba igual en qué punto del mundo te encontraras, era una ilusión poder compartir todo lo que se sabía con el resto.
Todas las mañanas se repetía que era una afortunada por tener el trabajo que tenía, aunque los retos del día a día se lo pusieran difícil.
Divisó a lo lejos el edificio de la escuela. Apretó un poco más el paso y una sonrisa cubrió sus labios.
Que empezara la aventura del día.
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